BEATA M.GABRIELLA SAGHEDDU (1914 – 1939)
Maria Sagheddu nace en Dorgali, Diócesis de Nuoro (Cerdeña) el 17 de marzo de 1914.
Representa bien el carácter de su tierra y de su gente, pastores en su mayoría, tanto en sus características positivas: lealtad, sentido del deber, orgullo, pureza sin concesiones; como en las negativas: terquedad, autonomía, a veces obstinación.
De hecho, los testimonios de la época de su infancia y adolescencia nos hablan de un temperamento de carácter fuerte, poco transigente. Sí era sí y no era no. Sabemos de cierta resistencia a la práctica religiosa en su adolescencia. No quería entrar en la Acción Católica, porque decía: “La Acción Católica es una cosa seria”.
A los 18 años, el encuentro personal con el Señor. Las circunstancias se escapan a los datos biográficos. Ciertamente, la muerte de su padre pastor y de sus dos hermanos marcó su vida con dolor, abriendo en ella un interrogante existencial.
Esto la llevó a abrazar con devoción la oración y la práctica privada y pública de la religión. Se inscribió en la Juventud Femenina de Acción Católica de la parroquia y participó en ella con viveza, llegando a ser catequista. A la edad de 21 años decide consagrarse enteramente a Dios y, siguiendo las instrucciones de su padre espiritual, el vicepárroco, P. Basilio Meloni, ingresa en el Monasterio Trapense de Grottaferrata (Roma).
Su vida en el monasterio se desarrolla en torno a unos pocos elementos esenciales:
‑ el primero y más visible es la gratitud por la misericordia con que Dios la llamó a la pertenencia total a Él: le gustaba compararse con el hijo pródigo, dando “gracias” por la vocación monástica, la casa, las superioras, las hermanas, todo. “¡Qué bueno es el Señor!” es su exclamación constante y esta gratitud impregnará incluso los momentos supremos de su enfermedad y agonía.
‑ el segundo elemento es el deseo de responder con todas sus fuerzas a la gracia: que se cumpla en ella lo que el Señor ha iniciado, que se haga la voluntad de Dios, pues en ella encuentra la verdadera paz.
Su corta vida de clausura, tres años y medio, se consumió sencillamente en el compromiso diario de conversión para seguir a Cristo. Sor Maria Gabriella se sentía definida por la vocación de la entrega de todo su ser al Señor.
Ya desde 1936, en Grottaferrata, bajo el gobierno de la abadesa Madre Pia Gullini, la comunidad se había abierto al ideal ecuménico gracias a las iniciativas del sacerdote lionés Paul Couturier. Cuando al comienzo del Octavario por la Unidad, en 1938, la Madre Pía presentó a las hermanas una petición de oraciones y ofrecimientos por la causa de la unidad de los cristianos, sor Maria Gabriella se sintió inmediatamente interpelada e impulsada a ofrecer su joven vida. “Siento que el Señor me lo pide – confió a la abadesa – me siento impulsada incluso cuando no quiero pensar en ello”.
Sor Maria Gabriella nunca había experimentado la separación entre los cristianos, ni había estudiado la historia del ecumenismo. La dominaba el deseo de que todos los hombres volvieran a Dios y de que su Reino se instaurara en todos los corazones. Su existencia ya estaba ofrecida por ello, en la negación cotidiana, en la entrega continua de sus humildes y silenciosos días de monja trapense, gastados en la oración y el trabajo: “Por lo que depende de mí, siento que ya he dado todo lo que está en mi mano”, había escrito con sencillez a su padre espiritual.
A través de un camino rápido y directo, tenazmente entregada a la obediencia, consciente de su propia fragilidad, toda ella volcada en un único deseo: “La voluntad de Dios, su gloria”, sor Maria Gabriella alcanzó esa libertad que la impulsaba a conformarse con Jesús, quien “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Ante la laceración del cuerpo de Cristo, sintió la urgencia de un ofrecimiento de sí misma, pagado con fiel constancia hasta la consumación. La tuberculosis se manifestó en el cuerpo de la joven monja, hasta entonces muy sano, desde el mismo día de su ofrecimiento, llevándola a la muerte en quince meses de sufrimiento.
El 23 de abril de 1939 su corta e intensa vida llegó a su fin, en total abandono a la voluntad de Dios. Era el domingo del Buen Pastor y el Evangelio proclamaba: “Habrá un solo rebaño con un solo pastor”.