VEINTE AÑOS DESPUÉS: pequeñas historias de amistad con María Gabriela

di Madre Lucia Tartara

Los santos son los amigos: los que, no desde lejos, participan en nuestra historia, conocen lo que es nuestro auténtico bien y nos ayudan a poseerlo. La riqueza de un ser humano es la que tienen los que viven en comunión de afecto y de deseos, compartiendo preocupaciones y esperanzas. Sin esto, cada uno de nosotros conoce bien, sobre todo hoy, la espantosa soledad que angustia al alma. En cambio no conocemos a todos nuestros amigos: son mucho más numerosos de cuanto imaginamos. También quien se cree solo en una habitación, frente a su ordenador o en la ahora demasiado escuálida compañía de la televisión, está en realidad rodeado de presencias.
Se bien que contar estas cosas, incluso a creyentes, parece describir un mundo de cuentos, porque aquello que Ungaretti llamaba “muro de sombra” (la sombra del no poder ver con nuestros ojos de carne y todavía más, aquella de nuestra ceguera espiritual) lo hace increíble, pero precisamente esta es la realidad más hermosa de cuanto osaríamos esperar: hay seres personales que no percibimos con los sentidos corporales pero que sin embargo nos son cercanos. Vivimos en Dios y el Señor Jesús está siempre a nuestro lado, al igual que la Virgen nuestra Madre, los ángeles y los santos. Hace veinte años, el 25 de enero de 1983, en la basílica romana de San Pablo Extramuros, Juan Pablo II proclamaba beata a la joven monja trapense María Gabriela Sagheddu.
Más tarde, en 1995, en su encíclica “Ut unum sint”, el Santo Padre declaraba: “Para reafirmar esta exigencia (de la oración), he querido proponer a los fieles de la Iglesia Católica un modelo que me parece ejemplar, el de una hermana trapense, María Gabriela de la Unidad, que (…) dedicó su existencia a la meditación y a la oración (…) y la ofreció por la unidad de los cristianos. Este es el soporte de toda oración: la entrega total y sin reservas de la propia vida al Padre…”
Con el acto de la beatificación del que hoy hacemos memoria, el Papa proponía a la pequeña hermana sarda a todos los hombres, no sólo cristianos y católicos, como ejemplo de santidad; pero también como amiga segura encargándole oficialmente, por así decir, en nombre de la Iglesia madre de todo hombre, el estar cerca de ellos con la ternura, la atención, la capacidad y la fuerza de quien está junto a Dios.
Lo que quiero escribir aquí son sólo algunos testimonios sobre el modo en que esta hermana nuestra, cuyo cuerpo reposa en una capilla adyacente a nuestro monasterio y cuyo espíritu no deja de velar por nosotras, ha demostrado a gente que no conocíamos, por caminos imprevisibles y en cualquier parte del mundo, su amistad. El motivo por el que deseo hacer esto no es por realizar un elogio con motivo del vigésimo aniversario de la beatificación, y no porque la beata María Gabriela no se lo mereciera. Por si acaso debemos constatar que ella no lo necesitaría: los santos no dejan de ser seres humanos con un peculiar carácter y ella, el de brava sarda, sin embargo en su vida terrena en el monasterio siempre obedeció con sencillez y alegría, alcanzando por medio de estas virtudes la santidad y el Paraíso con sólo veinticinco años, desde el cielo se ocuparon de todo. Si se divulgó la fama de su santidad no fue obra nuestra.
El motivo, pues, por el que quería narrar algunas cosas sobre ella ocurridas después de su marcha al cielo, es simplemente este: una amistad es más completa si es correspondida.
Querría, por esto, que todos supieran que tienen una amiga que les ama y así la pudieran invocar, dar gracias, amar de nuevo. En primer lugar quiero decir alguna cosa sobre el milagro que hizo posible su beatificación, el único del que es conveniente citar el nombre. Se trata de Sor María Pía Manno di Alcamo, que en 1947 comenzó a tener problemas de visión y, no obstante los cuidados de los médicos, entre ellos uno muy destacado de Nueva York, en 1960 era completamente ciega, diagnosticada como irreversible. La madre de una hermana de su comunidad, ese mismo año había pedido a la abadesa que le indicara una santa para rezar por una hija suya que se había separado de su marido, y la abadesa, sin una particular elección, le había dado una estampa de sor María Gabriela. La familia se recompuso pero, escribe sor María Pía, “Yo quedé bastante indiferente, porque me dije: ¿qué hay de extraño que dos personas casadas se reconcilien?” Pero en la noche del 19 de marzo, durante el reposo nocturno, sueña estar en el coro de la iglesia con la comunidad. “Oigo entrar en medio de nosotras a dos hermanas desconocidas de no se que congregación. Estas se acercan a dos de mis hermanas y les ordenan leer dos lecturas del oficio de san José. En ese momento me dije: menos mal que no se han dirigido a mí que no puedo leer. Mientras pensaba esto se acerca una de las dos hermanas y me dice que lea la lectura del 25 de marzo, fiesta de la Anunciación. Yo respondo que no puedo leer porque me falta la vista, y añado que la comunidad estaba recitando el oficio de san José y por lo tanto me sorprendía que me presentase el oficio de la Virgen. Esta hermana me tocó la frente con la mano y me dijo: no se preocupe, la ayudo yo. En aquel momento me desperté y me acuerdo que lloraba; mientras estaba despierta me decía a mí misma: si esa hermana hubiera sido sor María Gabriela Sagheddu le hubiera podido decir que me devolviera la vista. Y me volví a dormir. El sueño volvió y sólo había una hermana que me dice: ¿Me has pedido la vista? Entonces comprendí que era sor María Gabriela Sagheddu. Volví a empezar a llorar, la hermana me consolaba diciéndome: no te preocupes, no te preocupes. Entonces yo dije: ¿ahora podré ver sin gafas? Y la hermana me responde: ¡No! Si te quitas las gafas, no recordarás más lo que has sufrido y no te acordarás tampoco de mí”.
Aquí se interrumpió el sueño y sor María Pía no dijo nada a nadie “porque temía que la comunidad pudiese burlarse y por mi parte todavía permanecía incrédula.”
Pero al alba del 25 de marzo, en el coro, recobró la vista y pudo leer el oficio de la Virgen. Usa las gafas y se acordó siempre de su nueva amiga. Otras gracias de curaciones han sido comunicadas, pero las más numerosas son de otro género, más profundo. Como muchos ya saben por las biografías, Sor María Gabriela con veinticuatro años en 1938, mucho antes del Concilio Vaticano II, sintió el dolor de Cristo por el escándalo de la división entre los cristianos y el deseo de dar su propia vida por la causa de la Unidad.
Y Dios demostró aceptar inmediatamente el ofrecimiento: el año siguiente la hermanita moría de tisis, el 23 de abril, domingo del Buen Pastor que da la vida para reunir en un único rebaño a sus ovejas dispersas. Por esto la Beata es llamada, familiarmente, “Gabriela de la Unidad”. Conoció bien qué gran don es la comunión de las personas, por el cual nuestro yo es hecho imagen de la Santísima Trinidad, ella que estuvo tan ligada a su comunidad monástica, que encontraba grande y bello todo lo que le rodeaba en el monasterio y sentía más dolorosa que la misma enfermedad mortal la breve lejanía causada por su necesaria estancia en el hospital. Y especialmente este don precioso, el más íntimo y connatural a nosotros fue el que María Gabriela quiso entregar al cielo.
Y son muchísimas las gracias de unidad, perdón, reconciliación las que desde entonces ha otorgado a quien la invoca y con frecuencia a tantos que ni siquiera la conocían. Se trata de gracias de conversión: comunión con Dios, reconciliaciones entre esposos, entre padres e hijos: unidad en la familia. Las más numerosas son gracias otorgadas a mujeres que no habían podido tener hijos y que a través de ella reciben el don de convertirse en madres; o al contrario, a madres tentadas de suprimir la vida ya iniciada en ellas y que, por medio de ella, comienzan a amar. Si durante su vida en la tierra, anticipando los tiempos, María Gabriela advirtió el desafío representado por la división religiosa, en una época que era arriesgado darla sencillamente por deducida, hoy ella nos muestra también advertir el desafío todavía más terrible y profundo de la división entre el ser humano y el lugar de su origen, el seno que debería ya con su acogida enseñarle el amor.
En “El taller del orfebre” de K. Wojtyla se lee: “El hombre debe volver al lugar donde comienza su existencia – y desea ardientemente que ella nazca del amor”. Pero precisamente este lugar, originariamente jardín cargado de frutos de comunión, a veces resulta desierto de individualismo egoísta: la soledad de una madre que no ama, y la de un niño rechazado. Ya en el vientre es reconocida la unidad, en una época que no solo acepta el aborto y las manipulaciones genéticas, pero considera la comunión como un atentado a la libertad.
Habiendo vivido plenamente la dimensión de la filiación según el carisma benedictino, sor María Gabriela se volvió idónea a la maternidad espiritual: quizás ahora cuántas vidas le deben su nacimiento… Nuestro archivo está lleno de fotografías de niños. ¡Tal vez la hermanita debería recibir del gobierno un premio por el aumento de la natalidad! Nosotras nos sorprendemos con las cartas que llegan de todas partes del mundo, incluso de lugares donde no existe ningún monasterio de los nuestros y en los que no conocemos a nadie, de Hawai a Rusia, de Sudáfrica a Inglaterra: una estampa de la Beata llegada allí quién sabe como; vista en el suelo y recogida, o quizás encontrada dentro de un viejo libro en un puesto de libros usados ( y a través de este conducto…) suscita en quien la encuentra por casualidad un inicio de amistad y un don de gracia.
Traeré aquí algunos testimonios de entre los más recientes, omitiendo el nombre de sus autores. “Mi nombre es…, tengo 21 años y vivo en…, en Argentina. Escribo con la intención de informar de un milagro obtenido gracias a sor María Gabriela Sagheddu. Mi familia y yo estábamos pasando un momento difícil. Mis padres nos habían echado fuera de casa a mi hermana y a mí, empujados por otro pariente. Mi hermana y yo estábamos desesperados, viviendo de limosnas y no sabiendo cómo hacer para acabar los estudios. Un día, mi hermana rebuscando en un arcón encontró una estampa de sor Gabriela, la leyó y me dijo que en caso de gracias recibidas pedían avisar a la dirección que venía escrita. Entonces cogí la estampa, la leí, pedí que nosotros pudiéramos volver a casa para estar con los que más amábamos en el mundo (nuestra familia), cosa que me parecía imposible, y prometí que si se cumplía escribiría para comunicarlo. Por eso hoy envío esta carta, porque a los pocos días estábamos nuevamente en nuestro hogar…” También desde Latinoamérica un hombre escribe: “… Mi querido papá murió de tisis, después de sólo quince días de enfermedad. Yo tenía sólo trece años y he crecido con la convicción que mi querido papá murió por la impericia de los doctores. He leído un libro sobre la vida de María Gabriela y ella, con su muerte y sus dulcísimas cartas ha disuelto el odio que me ha acompañado durante esta treintena de años. Una herida muy antigua ha sido curada y he podido perdonar y también comprender que mi papá se fue porque así estaba bien y que sufrió poco dado el carácter de su enfermedad. No se como agradecérselo a ustedes y a vuestra – nuestra – queridísima Beata. Les ruego que lleven una bonita rosa a su tumba en mi nombre y en el de mi madre.” Otro: “Una joven pareja ha superado una grave crisis y ha reencontrado la unidad y el acercamiento a la fe gracias a nuestra beata Gabriela, a la que recurrimos apenas comenzó la crisis. Ha sido un verdadero milagro dadas las circunstancias. Por esto, damos muchas gracias al Señor y a la Beata… “ “Queridas hermanas, saludos desde Irlanda. Estoy repartiendo estampas de la beata Gabriela… por su intercesión una mujer empieza a gozar de un alivio en la artritis de los dedos, que ahora puede mover… Otra temía tener que afrontar una grave intervención que, finalmente, se ha evitado y está muy agradecida…” “En 1988 se me descubrió un tumor en la cabeza: un adenoma hipofisario que había causado una acromegalia. Esta enfermedad comporta muchas dolencias, una de ellas puede ser la esterilidad. Llevábamos casados tres años y nuestro deseo de convertirnos en padres no se realizaba. Nos dirigimos a los médicos y probamos con la medicina. Pero los resultados siempre fueron nulos. Desilusionados, pero con un poco de esperanza nos dirigimos a la beata María Gabriela. Todos los días rezábamos así: Beata María Gabriela, tú que ofreciste tu vida al Señor, pasando por el sufrimiento, has llegado a los honores de los altares y estás junto a Dios, ruega al Señor por nosotros para que nuestro corazón sea siempre más bueno y nuestra fe siempre más grande. Escucha nuestra oración para que podamos vivir nuestro matrimonio en la verdadera felicidad. Ruega por nosotros para que recibamos la gracia de tener junto a nosotros una nueva vida. Ahora nos volvemos a Ti, Señor: escucha la oración de estos humildes pecadores. Tú que dijiste: “Pedid y se os dará”, concédenos esta gracia, por intercesión de la beata María Gabriela, tu humilde sierva y nuestra maestra de vida. Amén.
Después de algunos meses nuestra oración fue escuchada y nació la pequeña Gabriela. Tres años después llegó también una hermana. Y esta vez no recurrimos a los médicos, sino sólo a la Beata…” Se trata de gracias no de milagros: la diferencia consiste en el hecho que el milagro es una gracia excepcional, concedida para una especial gloria de Dios, mientras las simples gracias son dones que cotidianamente podemos recibir de nuestros amigos invisibles, para que todo nuestro itinerario ofrezca gloria al Señor. Pero con frecuencia en su humildad escondida estos dones cambian una vida: si una anciana puede mover los dedos, o en una familia entra una nueva vida; si en lugar del odio y del rencor aparecen la alegría y la paz, estos no son milagros para la ciencia, pero si para quien los recibe. También nuestra comunidad ha sido señalada con gracias de este tipo: su unidad y el continuo afluir de vocaciones que desde la muerte de la Beata no nos ha faltado y que han permitido a decenas y decenas de hermanas partir en misión para fundar nuevos monasterios (desde los años sesenta son seis las fundaciones en Italia, América Latina, Indonesia y Filipinas).
Una de nosotras, procedente de la República Checa, cuenta los inicios de su santa aventura: “Hace años encontré en un monasterio de Alemania una estampa y una pequeña biografía de la beata María Gabriela, cuya vida me conmovió por la sencillez de su ofrecimiento a Dios. En aquel momento no hubiera, ni por un momento, pensado que un día formaría parte de su comunidad. Me acuerdo que hojeando la pequeña biografía me fijé en el mapa en aquellos dos lugares cerca de Roma: Grottaferrata, donde la pequeña Gabriela vivió, y Vitorchiano, donde se trasladó la comunidad y donde reposan sus restos mortales; y sentí dentro de mí como una especie de atracción inexplicable de ir a aquellos lugares para mí tan lejanos. Poco después olvidé todo esto, pero hoy veo ahí una señal del Señor y estoy convencida que ha sido la misma María Gabriela la que me ha traído aquí. En aquel momento decidí entrar en el monasterio alemán, pero la dificultad de tener el visado me lo impidió y mi deseo de vivir la vida monástica parecía irse a pique. Pero la Providencia (y la beata Gabriela) no me abandonaron y las personas que trataban de ayudarme me dirigieron precisamente al monasterio de Vitorchiano…”
A esta joven procedente de la República Checa se unieron otras y ahora nuestra comunidad está pensando dar inicio a una nueva fundación, la séptima, en aquel país. Cosas aparentemente banales pero que cambian la vida de una comunidad. Si hoy existen monasterios o parroquias cuyo titular es la beata María Gabriela, no sólo en Italia (¡por ejemplo en la India!), si existen Congregaciones religiosas que la citan en sus Constituciones o que recitan todos los días su oración, si tantas familias la veneran, si tantos fieles de otras confesiones la aman y la sienten cercana; todo esto no se debe a obra humana: en el origen siempre ha existido una gracia. Y en el origen de esta está el milagro que continuamente el amor de Dios, nuestro Padre, grande y bueno nos hace: la continua, potente y dulce presencia de Amigos.

Paola Tartara, o.c.s.o